MARÍA JESÚS MINGOT |
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Alumbramiento |
En una sala de maternidad que ha olvidado la lluvia, sobre unas sábanas prestadas manchadas de sangre, respira con agallas, con resuello de anfibio bajo la blanca luz incrustada en la frente.
No es una enfermedad ensayada mil veces. El mentón en el pecho escupiendo la fuerza que te entrega a la vida, es gemido de tierra que ilumina la estancia.
Convulsa y solitaria derrama entre los muslos la claridad del mundo. Una ola tras otra desborda la pecera colmada de membranas, que se quiebra en pedazos salpicándolo todo: tejidos y cartílagos y venas alfabéticas destapan el milagro que enseguida nivelan las manosentendidas.
Aguardan la sonrisa que abone el sacrificio para el que fue entrenada, con sus rostros de nata que comulga a diario. La espalda de la boca no le interesa a nadie: Que el vacío descalzo de descalzas promesas permanezca en el silo donde no se le escuche. Sólo cuenta la ofrenda a voleo sembrada. Ligera como nube, mas también obstinada; arrebatando noche para hacerse presente a pesar del desierto que le creció a la madre. |
Es niña y es morena, centeno tembloroso cuajado entre tinieblas. Los dedos diminutos, el velo de los párpados de tulipán fruncido, el rastrillado lomo, llanura que zozobra hasta hacerse ladera que en las nalgas se yergue igual que una pregunta, desbrozan el camino que los pies desconocen. Son gaviotas al aire, relámpagos de luna que no han tocado suelo, o ensayo rumoroso a cuya cita acude un mar inalterable.
La mira. Aún sin nombre es diferente a todas. Su pelo huele a tiempo. Su cara huele a tiempo. Está llena de espacio, de par en par abierta sólo en este momento en el que ella la mira sin saber si besarla. Ahora; sólo ahora se encuentra de par en par abierta. Y acaso en el desierto también germine un ángel. |